miércoles, 21 de marzo de 2012

Bollo de Mantequilla

BOLLO DE MANTEQUILLA

BOLLO SIN NOMBRE

El niño, que hoy es hombre, se comía el azúcar espolvoreado antes de tocar la mantequilla. Lo hacía con precisión milimétrica. Utilizando, tan solo, la punta de la lengua. Como si de un afilado lápiz se tratara. Capturando, uno a uno, los minúsculos dulces de cristal. Después, lamía despacio el borde lateral. Con respeto. Evitando penetrar demasiado hondo. Lo justo, para definir la línea de las paredes. El final del proceso dependía del momento y la compañía. Y por compañía me refiero al resto del menú. Como más le gustaba, era untado en chocolate recién hecho. Orgía de sabores. Pero, otras veces, el chocolate se apretaba en onza y se acomodaba en la cremosa cama blanca. Su madre optaba por darle discretos mordiscos. Siempre limpios y medidos. Intercalados, entre sorbos de café con leche. Muy de señoras. Muy caliente A veces con azúcar, otras con sacarina. Su hermano, en cambio, lo abría impúdicamente. De par en par. Para dar buena cuenta de la frágil mantequilla, antes de tocar el bollo. Entonces no lo sabía. Pero aquél manjar era villano. Y fiel a su tierra, añado. Resulta extraño que no triunfara en otras. Puede que haga falta que la lluvia golpee los cristales de una vieja cafetería, para entender todo su duende. Pero hay algo que no se comprende. Un día nostálgico y orgulloso, el niño que hoy es hombre, lo llevó consigo a otras tierras. Y triunfó a la primera. Por lo tanto puede que el bollo de mantequilla, simplemente, no quiera ser famoso. De ahí que no tenga ni nombre. Es lo que tiene ser único. Es lo que tiene ser grande.

Jon Uriarte y Tomás Ondarra

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